Aún dormía el gallo y ya Urkatin, despabilado desde un rato, perdía abstraído
la mirada en la oscuridad de la techumbre de caña barro y paja que le cubría en
lo alto. Un ligero crujido del camastro y un entrecortado quejido, perezoso y
placentero, le distrajo de sus pensamientos. Ilirtia, acostada a su lado, se
había movido para abrazarlo. Buscaba ella el calor tibio del cuerpo de su esposo, para aliviar el frío del
amanecer. Hacía dos primaveras que dormía
con ella y, desde entonces, esperaba con más ilusión la llegada de la tarde que
la salida del sol. Ilirtia era hermosa y
de carácter alegre, su perenne sonrisa convertía los días más oscuros en
luminosos y las noches… ¡Oh dios, las noches… Su cuerpo y sus caricias hacían de ellas un banquete de placeres.
Urkatin
pertenecía a una de las familias más antiguas de Iaspis. Eran propietarios de
terrenos de cultivo y rebaños. Sus antepasados habían querido dejar constancia
de la nobleza de su estirpe, levantando estelas y monumentos funerarios en la
cercana necrópolis, junto al santuario. El
halo de misterio y la exaltación que el tiempo añade a los acontecimientos
reseñables de la historia, habían mitificado la leyenda de la dinastía.
El poblado se ubicaba al pie de los montes que
cerraban por el sur un valle llano y extenso, de tierras fértiles, buenos
pastos y bosques de encinas y pinos con abundante caza. Estaba encaramado sobre un cerro que se
interponía en el cauce del río Alebus y
a la entrada de un largo desfiladero por donde discurrían sus aguas. Era un
lugar de mucho tránsito, por ser sitio de paso y descanso en la ruta que comunicaba
Ilici con el interior, y tener muy próximo un venerado santuario. Éste se levantaba en la unión de los cauces de dos
aguas de cualidades contrapuestas, pero con la misma virtud beneficiosa. Y junto
al santuario, una necrópolis añadía
gravedad al lugar, ambas a la vera del camino, como si los muertos quisieran
vivir su eternidad junto a los Dioses, pero también en el recuerdo de los
hombres.
Ese día Urkatin, por la enfermedad de su
padre, debía a sumir la responsabilidad
de transportar y vender en Ilici, al
mejor precio, la cosecha de vino, aceite y los excedentes de grano que habían
acumulado durante la pasada campaña.
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