La flota cartaginesa había zarpado la
mañana del día anterior de la bahía de Mastia y navegado de manera
ininterrumpida las últimas sesenta millas, que les separaban de su destino. Era
la última de las jornadas de navegación desde que la flota partió de Gádir,
hacía doce días. El joven Aníbal, de pie en la proa del barco de guerra,
capitaneaba la avanzadilla de la flota, deseoso de acometer la importante tarea asignada por
su padre, y la silueta en la costa de las montañas que marcaban su destino,
le parecían extremadamente lejanas. Serían él y sus hombres los primeros en
bajar a tierra y enfrentarse al enemigo que encontrasen. El que su padre
hubiese delegado en él una misión de tanta importancia, le hacía sentirse,
aquella mañana, especialmente orgulloso de su valía militar.
Aquel
impresionante amanecer le hizo recordar las fantásticas historias sobre héroes y dioses que de niño le contaba su padre, e imaginó al Dios Baal abandonando
el lecho de la Diosa Tanit, como cada mañana, para dirigir condescendiente su
mirada protectora hacia los hombres.
El celestial e imaginado concubinato,
trajo a su pensamiento un recuerdo que iluminó su rostro con una expresión de
dicha. Revivió las ocasiones en que también él había abandonado la cama de la
bella Arishutbaal, antes de que el sol saliera, para no ser sorprendidos,
después de vivir entre sus brazos glorias
semejantes a las que los Dioses prometían. La pícara sonrisa delataba su
regocijo con el recuerdo de su arriesgada y apasionante aventura amorosa.
Abandonar sigiloso y en la oscuridad su aposento, las noches que la visitaba,
le hacía sentirse como un sagaz ladrón, que robaba a los Dioses lo más valioso
del templo. Aquella transgresión de lo prohibido añadía emoción a su romance,
aunque a veces, saciado el gozo y apaciaguada la pasión, esa misma razón le
hacía temer despertar la cólera divina. Ella era la sacerdotisa de Tanit,
consagrada a la Diosa en obligada castidad; él, el hijo de Amílcar, el gran
general, la máxima autoridad de la ciudad. Su romance era un amor prohibido, un
ultraje a lo sagrado, y nadie entre su devoto pueblo, ni aun los hombres más
valerosos, osaría desafiar a los Dioses sin
temer despertar su cólera.
Pero la atracción por
Arishutbaal le tenía atrapado de manera intensa e incontrolable desde el mismo
día que la conoció. Su belleza le pareció sublime; sus ojos le inspiraron un
alma misteriosa; su mirada, una provocación seductora; su sonrisa, una promesa
de gozo; su voz, una voluptuosa melodía; su piel, del color de la avellana, un enigmático
sendero de excitantes caricias. Cuando conoció la dicha de besar sus labios,
abrazar su cuerpo y compartir con ella un placer que sintió glorioso, ya nada
en la vida fue comparable a la felicidad que sentía entre sus brazos...
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