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sábado, 28 de enero de 2017

IASPIS




                       Aún dormía el gallo y ya Urkatin, despabilado desde un rato, perdía abstraído la mirada en la oscuridad de la techumbre de caña barro y paja que le cubría en lo alto. Un ligero crujido del camastro y un entrecortado quejido, perezoso y placentero, le distrajo de sus pensamientos. Ilirtia, acostada a su lado, se había movido para abrazarlo. Buscaba ella el calor tibio del  cuerpo de su esposo, para aliviar el frío del amanecer.  Hacía dos primaveras que dormía con ella y, desde entonces, esperaba con más ilusión la llegada de la tarde que la salida del sol.  Ilirtia era hermosa y de carácter alegre, su perenne sonrisa convertía los días más oscuros en luminosos y las noches… ¡Oh dios, las noches… Su cuerpo y sus caricias hacían  de ellas un banquete de placeres. 

                   Urkatin pertenecía a una de las familias más antiguas de Iaspis. Eran propietarios de terrenos de cultivo y rebaños. Sus antepasados habían querido dejar constancia de la nobleza de su estirpe, levantando estelas y monumentos funerarios en la cercana necrópolis, junto al santuario.  El halo de misterio y la exaltación que el tiempo añade a los acontecimientos reseñables de la historia, habían mitificado la leyenda de la dinastía.       

                    
                 
                  
                    El poblado se ubicaba al pie de los montes que cerraban por el sur un valle llano y extenso, de tierras fértiles, buenos pastos y bosques de encinas y pinos con abundante caza.  Estaba encaramado sobre un cerro que se interponía en el cauce del río Alebus  y a la entrada de un largo desfiladero por donde discurrían sus aguas. Era un lugar de mucho tránsito, por ser sitio de paso y descanso en la ruta que comunicaba Ilici con el interior, y tener muy próximo un venerado santuario. Éste  se levantaba en la unión de los cauces de dos aguas de cualidades contrapuestas, pero con la misma virtud beneficiosa. Y junto al santuario, una necrópolis  añadía gravedad al lugar, ambas a la vera del camino, como si los muertos quisieran vivir su eternidad junto a los Dioses, pero también en el recuerdo de los hombres.

                    Ese día Urkatin, por la enfermedad de su padre, debía a sumir  la responsabilidad de transportar  y vender en Ilici, al mejor precio, la cosecha de vino, aceite y los excedentes de grano que habían acumulado durante la pasada campaña.