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domingo, 5 de febrero de 2017

UN MAR DE RECUERDOS




                      La tropa comenzaba a mostrarse inquieta ante la inminencia del desembarco, por lo que el experimentado Giscón comenzó a lanzarles arengas de combate y soflamas de guerra que les exaltara el espíritu combativo, no para que perdieran el miedo, sino para acrecentarles el odio hacia quienes habían convertido en sus enemigos. No debían solo matar para sobrevivir, sino por gozar con ello, por saciar su ira, por despertar el temor, por saquear, por violar, por alcanzar la gloria de la victoria. Era el encuentro con la muerte y, aun queriendo aliarse con ella, sería el destino quien determinara quién había de morir y quién no.

                       También Aníbal se preguntaba qué le depararía allí la fortuna. No tenía dudas de cuál era su misión, su obligación como líder, su ambición militar, su vocación de guerrero, la fidelidad al proyecto de su padre. Debía luchar para expandir y hacer grande un imperio. Después… Tal vez, como le decía él, algún día acabarían las guerras y entraría victorioso y aclamado como caudillo en Cartago. Aquella ciudad, magnificada en su fantasía, sería su hogar, crearía una familia y continuaría la dinastía de los Barca.

                         Habían transcurrido diez años desde su salida de la ciudad, siendo un niño, y de ella guardaba vagos recuerdos que confundía con lo imaginado. Su auténtido mundo era aquél donde había vivido este último tiempo. Gádir parecía más su patria que la ciudad de donde partió. Pero su padre le había inculcado el sentimiento de que todo su esfuerzo y sacrificio lo compensaba la grandeza de Cartago.


                

                       La imagen de la bella Arishutbaal se coló en su pensamiento de manera tierna, atrayente, sensual, excitante. Por un instante desaparecieron de su mente los objetivos militares, las conquistas, los ejércitos, las batallas. Recordó el día que la conoció, cuando llegó a Gádir en la expedición de su cuñado Asdrúbal. Su belleza le dejó impresionado, como si fuera la propia diosa Tanit, protectora de los marinos, quien hubiese guiado la expedición; hipnotizado por su hermosura, atrapada en ella su mirada y su atención secuestrada, como si no hubiese otra cosa de interés en aquel bullicioso muelle. Desde aquel día, su imagen le ocupó  de manera cotidiana gran parte del pensamiento. La admiración por su belleza se fue trocando en una intensa atracción, una sensual fascinación, una turbadora excitación, prohibida y sacrílega, por ser el deseo por aquella hermosa sacerdotisa un gozo reservado a los Dioses, tentador y desafiante.

                             Su primer beso, imprevisto y furtivo, frente al altar de la divinidad, fue el inicio de un desafío de las emociones a las leyes de los hombres y los Dioses, el comienzo de una lucha interior, de una continua rebelión de la pasión de sus corazones frente a lo establecido por la rezón.

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